Crimen y castigo de Fiódor M. Dostoievski (Libro 01 - Cap 7)

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Novela: Crimen y castigo  Autor: Fiódor M. Dostoievski PRIMERA PARTE CAP VII Lo mismo que en su visita anterior, Raskolnikoff vió entreabrirse la puerta lentamente y por la estrecha abertura dos ojos muy brillantes que se fijaban en él con expresión de desconfianza. Entonces le abandonó su sangre fría y cometió una falta que hubiera podido dar al traste con todo. Temiendo que Alena Ivanovna tuviese miedo de encontrarse sola con un visitante de aspecto poco tranquilizador, tiró de la puerta con violencia hacia sí para que la vieja no procurase cerrarla. La usurera no intentó siquiera hacerlo, pero no quitó la mano de la cerradura, de manera que faltó poco para que cayera de bruces en el descansillo, hacia donde se abría la puerta. Como Alena Ivanovna permanecía de pie en el umbral para no dejar el paso libre, el joven avanzó hacia ella. Aterrada la vieja dió un salto hacia atrás; pero no pudo pronunciar una palabra y miró a Raskolnikoff abriendo los ojos desmesuradamente. —Buenas tardes, Alena Ivanovna—dijo él con el tono más natural que pudo; pero en vano trataba de fingir; su voz era entrecortada y temblorosa—; traigo un objeto, pero entremos: para examinarlo hay que verlo a la luz... Y sin esperar a que se le dijera que pasase, penetró en la habitación. La vieja se le acercó vivamente; ya se le había desanudado la lengua. —¡Señor!... ¿Qué quiere usted, quién es usted, qué se le ofrece? —¡Vamos, Alena Ivanovna!; usted me conoce muy bien... Raskolnikoff; tenga usted paciencia. Vengo a empeñar esta alhaja de la que le hablé el otro día—y le alargó el paquete. Alena Ivanovna iba a examinarlo, cuando de repente cambió de idea, y levantando los ojos dirigió una mirada penetrante, irritada y desconfiada sobre aquel importuno que se le metía en casa con tan poca ceremonia. Raskolnikoff hasta creyó advertir cierta especie de burla en los ojos de la vieja, como si ésta lo hubiese adivinado todo. Se daba cuenta el joven de que perdía la serenidad, de que tenía casi miedo, de que si aquella muda investigación se prolongaba medio minuto, iba, sin duda, a echar a correr. —¿Por qué me mira usted de ese modo, como si no me conociese?—dijo irritándose a su vez—. Si usted quiere eso, lo toma, si no, lo deja; iré a otra parte con ello; es inútil que me haga usted perder el tiempo. Se le escaparon estas palabras sin que las hubiera premeditado. El lenguaje resuelto del visitante tranquilizó a la usurera. —¿Qué prisa hay, batuchka? ¿Qué es eso?—preguntó mirando el paquete. —Una cigarrera de plata; ya se lo dije a usted la otra tarde. La vieja extendió la mano. —¡Qué pálido está usted! ¿Está usted malo, batuchka? —Tengo fiebre—respondió con voz brusca—. ¿Cómo no he de estar pálido?... Cuando uno no tiene que comer...—acabó de decir, no sin esfuerzo—, le abandonan las fuerzas de nuevo. La respuesta parecía verosímil; la vieja tomó el paquete. —¿Qué es esto?—preguntó por segunda vez, y tanteando el peso de la prenda, miró fijamente a su interlocutor. —Una petaca de plata... mírela usted. —Cualquiera diría que no es plata... ¡Oh, cómo la han atado! En tanto que Alena Ivanovna hacía esfuerzos por desatar el hilo, se había aproximado a la luz. (Todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor sofocante que hacía.) En esta posición daba la espalda a Raskolnikoff, y durante algunos segundos no se ocupó en él. El joven se desabrochó el gabán y separó el hacha del nudo corredizo; pero sin sacarla todavía, se limitó a tenerla con la mano derecha debajo del sobretodo. Sentía una terrible debilidad en todos sus miembros. Comprendía que cada instante que pasaba su debilidad iba en aumento; temía que se le escapase el hacha de la mano, y le parecía que todo le daba vueltas en su derredor...

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